Hoy se me murió un personaje. Sabía que iba a pasar, que el final de la temporada (como suele ser costumbre en las series corales en las que el peso del argumento se fracciona entre los muchos hilos narrativos que lo conforman) depararía la partida de ese tipo al que desde hace un tiempo he venido prestando voz de forma regular. Quién es él y a qué universo pertenece es lo de menos. Lo importante es la reflexión a la que me ha llevado verlo morir en brazos de uno de sus seres queridos, no tanto por lo triste o emotivo de la escena (eso lo dejo para los fans de la serie y los puntuales seguidores que el personaje pueda tener), sino por la sensación de vacío que el vínculo interpretativo que acababa con su último aliento me ha dejado al terminar el take de su partida.
En el fondo no es más que una anécdota: cada personaje es una muesca más en el revólver de nuestra rutina como actores, y cada momento de su evolución en la ficción que le da cabida un instante efímero que se diluye con la correspondiente escucha y el subsiguiente “vamos ahora al take tal”. Pasar página constantemente, que diríamos. Y sin embargo, ése instante alquímico en que sabes que estás metiéndote en su piel por última vez (no porque ignores si aparecerá de nuevo en la trama o porque su peso específico en ella sea tan nimio que intuyes que no habrá una nueva ocasión, sino porque el guionista de turno ha decidido liquidarlo) conlleva cierta “magia”, por así decirlo. Hay una sutil carga emotiva alrededor del atril, que impregna las líneas que marcan su final, como si un poco de lo que has puesto en el personaje durante el tiempo en que le has acompañado en su aventura también se fuera con su marcha definitiva.
Y es que resulta inevitable acabar cogiendo cierto apego por aquello que uno hace o, en este caso, aquéllos de quien uno hace. Será la oscuridad de la sala, o esa pantalla que pende del vacío frente al atril por donde desfilan unos rostros mudos el 50% del tiempo a quienes debemos ayudar en su viaje hasta el espectador de turno. Pero sucede que en ese microcosmos íntimo, jornada tras jornada, unos y otros acaban confundiéndose hasta formar parte de una misma cosa, de algún modo, y así momentos como el de hoy resultan efímeramente trascendentes. Luego, ya con la luz del mundo exterior y el siguiente personaje esperando a recibir el legado del que ya ha partido, la vida de las voces continúa.
Una muesca más en el revolver de la rutina como actores, que decíamos.