No es cuestión de romper la magia. No se trata de eso. Es bueno que en torno al mundo del doblaje siga existiendo ese halo de misterio que amalgama lo que se ve y se oye, tan distantes ambos en el tiempo y el espacio, sin que es espectador sepa muy bien cómo se da el milagro (y sin que le importe demasiado, dicho sea de paso). Por eso, porque esa magia le es intrínseca al medio (y hasta necesaria, diría), lo que sigue no pretende encender la luz de la sala y dar al traste con la oscuridad que envuelve al micrófono y lo que le rodea, dentro y fuera de ésta. Veámoslo más bien como… un recuerdo de otros tiempos para curiosos. N mejores ni peores, sólo otros tiempos que conviene rememorar de cuando en cuando. Y me explico.
Hay un concepto que se me antoja precioso dentro del argot propio del doblaje, el de «take bailado». El término mismo evoca cierta poesía, cierta plasticidad. Y si se consideran tanto sus características como su origen, contextualizando momento y circunstancias, y cuál era la realidad «artesanal» del gremio en el momento de su nacimiento, casi resulta lógico que así sea.
El «take bailado» es hoy una rareza, o lo es cada vez más, víctima de los lógicos adelantos tecnológicos y la necesidad de optimizar la producción dado el volumen de producto a doblar con el que trabajan los estudios. Pero hubo una época en que las presiones del calendario no eran tantas, un tiempo en que la dinámica de grabación permitía (y casi exigía) la presencia del elenco de actores partícipes en una escena determinada al completo (y al mismo tiempo) delante del micrófono. El concepto de «take bailado» nace precisamente de esa por entonces realidad cotidiana, en que un más o menos nutrido grupo de actores compartían micrófono en una misma escena, con las consiguientes limitaciones de espacio que ello acarreaba de cara a las puntuales intervenciones de todos ellos dentro de un mismo take. El emplazamiento necesario de cada actor para la correcta captación de su voz por parte del micro depende de su distancia y ángulo respecto de éste, siendo difícil que todos ellos pudieran gozar de una grabación óptima cuando el número de éstos era mayor al habitual (o el ideal, desde lo técnico) de uno o dos actores. Cuando la cantidad de voces simultáneas superaba esa barrera, surgía la necesidad de optimizar el espacio, permitiendo tras cada intervención individual que el compañero avanzara su posición relativa del micro para emitir en igualdad de condiciones, lo que con grupos más o menos generosos de intérpretes se tornaba en una medida coreografía de movimientos en la que unos y otros cedían el centro del atril (sin mover los pies del suelo, claro está) para que todos quedaran registrados de igual manera.
Resulta fácil imaginar la plasticidad de la escena, y sencillo entender el porqué del apelativo que acabaron recibiendo dichos takes. Lo cierto es que el soporte de grabación fotográfico primero y magnético después también tuvieron mucho que ver en el nacimiento de esta realidad, pues no se prestaban como lo hace el digital hoy día a las bandas múltiples para que cada actor registre su intervención de forma individual y «solitaria», por lo que la misma necesidad logística acabó por conformar de forma natural una práctica y bonita costumbre que, cada vez más, parece rememorar tiempos que fueron y ya no han de volver a ser.
El término no obstante sigue ahí, y los actores lo conocen y practican cuando toca y es necesario. El «take bailado» es un eco de otro tiempo que ejemplifica lo rico de un argot tan propio del medio como lo es el halo de misterio y magia que envuelve su realidad para una gran mayoría del público. Servidor pretendía hoy acerárselo a ustedes, como un flash casi imperceptible que iluminase la sala un instante para homenajear uno de los muchos «secretos» que alberga este vetusta profesión. Y ahora, si les parece, que vuelva la oscuridad a esa sala. Silencio. Grabamos.