Siempre sentí una inexplicable atracción por la interpretación y la voz, una necesidad elemental de adoptar personalidades que no me eran propias y de mimetizarme con voces que pertenecían a otros. Las imitaciones fueron el primer paso; de muy, muy crío, acostumbraba a reproducir los mantras de personajes de ficción con los que crecía frente a la tele (dibujos animados y series hoy considerados incunables, programas, cine de todo tipo y condición). El niño que aún no levanta dos palmos del suelo pero atrae las miradas de los mayores porque repite aquello de «puedo prometer y prometo» sin tener la más remota idea de quién era Suárez… Una rareza, al cabo, que ya apuntaba maneras.
El doblaje fue, por tanto, la lógica evolución de todo aquello. Una disciplina artística que aunaba mis pasiones (la cultura popular audiovisual, la voz y la mímesis interpretativa) con grandes dosis de misterio y admiración. Misterio y admiración, sí, por cuanto lo que salía de la boca de mis ídolos de ficción era producto de un trabajo en la sombra (nunca mejor dicho) que trataba de pasar desapercibido haciendo partícipe al espectador de un engaño consentido, en el que individuos que nada tenían que ver con lo que veíamos en pantalla suplantaban sus almas para hacérnoslas llegar de forma comprensible, transmitiendo lo que las hacia grandes. Yo me prestaba a ello encantado, y necesariamente acabé por querer formar parte de ese universo.
Eso fue hace mucho. Luego me ocupé en satisfacer las expectativas de mis padres completando mis estudios de Filología Inglesa y Traducción antes de dar el salto definitivo. Era mi momento, y cuando me dejé caer lo hice con todas las consecuencias. Aterricé en Madrid, en el mejor entorno posible para aprender la disciplina del doblaje, y durante año y medio el maestro de maestros, mi siempre recordado Salvador Arias, me inculcó una pasión por este arte que trasciende lo meramente pedagógico. Su vitalidad cuajó en todos aquellos que lo conocieron y disfrutaron, y yo no fui una excepción: Salvador era un pozo sin fondo de consejos, anécdotas y recomendaciones que conformaron muchos de los grandes nombres que hoy se baten el cobre frente a los atriles de la profesión. El paso por su escuela, hoy ya sólo un recuerdo imborrable, me definió sin duda como el actor que soy. No sólo como actor de doblaje, sino como Actor, que al cabo vienen a ser todo uno, enfoques y particularidades al margen.
Lo demás, como suele decirse, es historia. Cómo di mis primeros pasos, cómo sigo dándolos cada día para seguir creciendo. Cómo afronto a diario la lucha que supone abrirse camino entre las salas, las luces rojas y los micrófonos. Lo importante es que sigo teniendo la misma ilusión por encarar un nuevo take que tenía cuando empecé, la misma que me hizo dejar atrás mi ciudad,mi familia y mis amigos para perseguir un sueño que siempre estuvo ahí. Y esa ilusión, ese amor incondicional por mi profesión, me mueve a diario en todo lo que hago. Cada nuevo proyecto que se me confía es una nueva oportunidad de demostrar que las cosas deben hacerse de forma honesta y con total entrega. La satisfacción del cliente es, en definitiva, la mía propia. Su reconocimiento, el premio al trabajo bien hecho y una nueva oportunidad de seguir avanzando en una aventura a la que me entregué hace ya mucho, cuando era sólo un crío. Un crío que sentía una inexplicable atracción por la interpretación y la voz.